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El pasado Sábado santo no fue solo un dÃa inmenso, fue también un dÃa que nos «inmensaba». Aparentemente representa una especie de intervalo entre las palabras finales de Jesús pronunciadas el Viernes santo, «todo está consumado» y su «insurrección» de la vida que, en la mañana de la Pascua, Él mismo protagoniza. El Sábado tiene asà un silencio que no se sabe bien si es todavÃa de piedra colocada sobre el túmulo o si es ya aquel misterioso silencio que prepara «el gran levantamiento» que significa la resurrección. Este «intervalo» esta tierra de nadie, este tiempo amasado entre derrotas y esperanza, entre prueba y júbilo es el de nuestra vida. El silencio del Sábado santo es nuestro silencio que Jesús abraza. El silencio de los impases, de las travesÃas, de los sufrimientos, de las Ãntimas transformaciones. AsÃ, Jesús abraza el silencio de esta ávida indefinición que somos entre el «ya y el todavÃa no».
Pero llegamos a la mañana del Domingo, y resulta casi paradójico el modo en que los evangelios cuentan la Resurrección. Desconcierta que no exista, en los discÃpulos, una creencia inmediata. La noticia de la Resurrección comienza siendo vivida con sospecha, desconfianza, recelo y cierta distancia. La frase de santo Tomás: «si no lo veo no lo creo» es, en el fondo, la posición de todos. La noticia debÃa de circular en voz baja, como una insinuación que era tomada muy en serio.
Los dos discÃpulos de Emaús ya la habÃan oÃdo, pero aun asà estaban dispuestos a abandonar todo. Sin embargo, el anuncio de la Resurrección va creciendo. Aun no creyendo en las mujeres, Pedro y Juan corren al sepulcro. Y Juan ve el silencio de las señales y cree. Los dos discÃpulos fugitivos reconocen a Jesús en una posada del camino y regresan a Jerusalén. El mismo Resucitado viene al encuentro de Pedro y de los dos discÃpulos atravesando las puertas que ellos tenÃan cerradas. Y Jesús extiende las manos a las dudas de Tomás.
AsÃ, lo imposible se hace posible, adquiere sentido, se llena de amor y esperanza. En efecto, poco a poco, aquellos discÃpulos, en torno a aquello que primero declaraban imposible, se reúnen y viven. Vivámoslo también nosotros tal y como dice aquella oración tras la séptima lectura de la liturgia de la Vigilia pascual, y que asà versa: «que todo el mundo experimente y vea cómo lo abatido se levanta, lo viejo se renueva y todo vuelve a su integridad original, por Jesucristo, de quien todo procede». Asà que, estimados lectores, llegue a todos mi felicitación pascual por la Resurrección del Señor: nos vemos en Galilea, el Maestro nos espera.
Jesús GarcÃa Aiz
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