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Opinión - Carlos de Paz
Fotógrafo independiente - 02/11/2013

EL LABERINTO

Almeria 24h
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EL LABERINTO

©Carlos de Paz - París, 2008

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EL LABERINTO

©Carlos de Paz - Madrid, 1986

EL LABERINTO

©Carlos de Paz - París, 2008


Extraído del Blog de Carlos de Paz

El Laberinto
Como todos los días, el despertador sonó a la misma hora y se levantó mecánicamente, como venía haciendo cada mañana desde hacía cuarenta años. A pesar de que era su primer día de jubilación, repitió el mismo ritual de siempre, que le permitía sentirse absurdamente vivo. Después de una ducha rápida se puso el mismo traje barato y la misma corbata aburrida de siempre, que con el paso del tiempo se habían convertido en su particular uniforme. Durante toda su vida laboral había cumplido puntualmente con los horarios, acatando las órdenes que le daban, sin preguntar ni protestar jamás. Por eso era el preferido de sus incompetentes jefes. Sin embargo, no era el típico pelota que anda arrastrándose tras los pasos de sus superiores, dejando el rastro baboso de un caracol. Se bebió mecánicamente el café con leche, más que nada para tragar las cuatro pastillas diarias. Desde que se quedó viudo, había perdido la ilusión por la vida y ahora, su única hija —felizmente casada, aunque sin hijos— le había pedido que vendiera la casa familiar y se fuera al sur, donde vivían ellos, pero él era una persona de costumbres y no pensaba cambiarlas tan fácilmente. Al menos, no hasta que pudiera conseguir lo que se había propuesto. Cuando se lo explicó a su hija y a su yerno, pensaron que la jubilación lo había trastornado completamente; no podían entender ese empeño por querer encontrar su juventud perdida. Él decía que la había extraviado en alguna encrucijada de su vida y que si salía a buscarla, dejándose llevar por las sensaciones más primarias, terminaría por tropezar con ella en cualquier esquina. No era imbécil y sabía perfectamente que aunque la encontrase, no la iba a recuperar, pero al menos tendría la oportunidad de averiguar cuáles habían sido los verdaderos motivos que lo habían llevado a malgastar toda una vida sentado tras la mesa de una triste dependencia administrativa, al servicio de un sistema corrupto que nunca le había parecido justo. Sin embargo, pensaba que si conseguía encontrar ese tesoro, escondido entre los vericuetos de su memoria, al menos sería capaz de darle un sentido a los últimos años de su vida.

En el portal, antes de salir a la calle, tuvo la primera duda y tomó las dos decisiones más radicales de toda su vida. En lugar de girar a la izquierda, como todos los días laborales, para coger el metro dos manzanas más arriba, se encaminó por la derecha, calle abajo, a pesar de ser lunes. Esa era la ruta de los domingos, cuando iba al quiosco de prensa a por el periódico y luego a por unos churros para el desayuno en familia. En un acto de rebeldía total, se quitó la corbata, la tiró a una papelera, saludó al quiosquero y siguió de largo. No tenía ningún interés en las noticias del día, tan aburridas y monótonas como su propia vida. Estaba decidido a dejarse sorprender por sus propias decisiones, aunque comprendía que necesitaría práctica y un poco de suerte para lograr sus propósitos. No podía saber hacia dónde le llevaría su absurda y disparatada decisión. Siguió calle abajo hasta que giró por la avenida que conducía a la entrada del parque donde su padre le solía llevar cuando era niño, para dar de comer a las palomas y a los peces del estanque. Recordó que era un chaval hiperactivo que siempre volvía a casa lleno de moratones para gran disgusto de su madre, que por todos los medios posibles pretendía evitar que su pequeño corriera peligros innecesarios. Siguió así muchas mañanas, andando sin rumbo fijo, dejándose llevar por los recuerdos de la infancia.

Salía a la misma hora todos los días, dejando que se ocupara de las tareas domésticas la misma asistenta que había encontrado su mujer hacía muchísimos años y que prácticamente era como de la familia. De hecho, tenía llave de la casa y se organizaba las tareas a su manera. Como le había quedado una buena jubilación y tenía algunos ahorros, la había subido la paga para no tener que preocuparse por otras cuestiones que no fueran las relativas a su peculiar búsqueda. Comía en cualquier bar para trabajadores, siempre que tuviera un apetecible menú del día. Al atardecer volvía al solitario salón y pasaba las horas hojeando los álbumes de fotos que con tanta paciencia había ordenado la compañera de su vida; hasta que el cansancio lo llevaba al dormitorio, donde leía algún libro hasta quedarse dormido. Pasaron varios meses y ya había recorrido todos los caminos y recovecos de su infancia, pero su añorada juventud seguía sin aparecer. Conoció a la mujer de su vida bajo el sol de medianoche y bajo su influjo pasaron los mejores años de su vida. El amor caló tan profundamente en sus corazones, que el tiempo se detuvo y la vida se hizo eterna. Un día, como otro cualquiera, ni bueno ni malo, todo cambió. Una hija accidental les sacó de la noche y volvió a poner el reloj en marcha. Las responsabilidades les fueron obligando a tomar caminos imprevistos y el tiempo comenzó a correr vertiginosamente. Cuando se quisieron dar cuenta estaban planeado una jubilación de viejas ilusiones renovadas, pero un quiebro en el camino les había conducido a un callejón sin salida y él se había quedado solo, perdido en medio de una maraña vital, sin saber por dónde tomar. Antes de irse irremediablemente, ella le había hecho prometer que lucharía por los dos para recuperar los sueños que con tanto cariño habían deseado.

Y en eso estaba, cuando comprendió que nunca encontraría su juventud a la luz del día, que debía seguir los caminos que se ocultan en las sombras alargadas de la noche. Cambió sus ritmos vitales y dejó de tomar las malditas pastillas, abandonó definitivamente el traje y se compró ropa más cómoda. El primer día que salió al anochecer se sintió muy desconcertado; las costumbres habían cambiado tanto que apenas entendía lo que sucedía y se sintió tan asustado que a punto estuvo de dejarlo todo para irse con su hija. Fue entonces cuando se dio cuenta. Era el miedo a ser libres lo que hacía envejecer a las personas antes de tiempo, lo que terminaba por esclavizar a los seres humanos. Cuando eres joven, no existe el miedo y por eso mismo nos creemos inmortales. Fue un todo un descubrimiento, lástima que no se hubiera percatado antes. Escuchaba a su compañera tan cerca, que podía sentir como le acariciaba el alma y ya no le pesaba tanto la vida. Estaba comprendiendo que una vez dentro del laberinto no queda otra opción que seguir adelante sin temor; buscar, elegir, equivocar, rectificar y volver a buscar, equivocarse de nuevo y vuelta a empezar, hasta que consigues encontrar tu destino, al que no se puede llegar tomando ningún atajo, a no ser que…

Cuando llegó la ambulancia, alertada por una joven pareja que andaba buscando un apartado rincón donde compartir sus caricias, aquel hombre permanecía sentado en uno de los bancos, con la cabeza caída hacia atrás. Su cara estaba iluminada por la luz de una hermosa luna llena y tenía una expresión de serena felicidad en el rostro. Las alargadas sombras de los viejos árboles del parque contemplaban la escena con absoluta indiferencia, pero él ya se había reencontrado con su juventud, y estaba feliz.

Carlos de Paz - Fotógrafo independiente

http://carlosdepaz.com




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