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Esta experiencia de Dios, de la que venimos reflexionando, vivida personal y eclesialmente, trae como consecuencia una renovación eclesial impulsada por el Espíritu y que ya fue recogida por la asamblea conciliar en la constitución Lumen gentium, según la cual todos somos invitados a tomar conciencia de nuestra dignidad bautismal, que nos hace miembros activos del pueblo de Dios. Pero no es suficiente que esta invitación se encuentre bellamente recogida en los textos oficiales de la Iglesia, sino que es necesario y urgente que la asumamos en la práctica en cada uno de los niveles eclesiales.
Es necesaria y urgente la puesta en práctica de una eclesiología de comunión en la que se recupere la misión de la jerarquía como un servicio pastoral (diakonia/ministerium) y no como un poder (exousia/potestas), que potencie la comunión y genere cauces de participación de todo el pueblo de Dios. Una eclesiología orientada a la colegialidad de los pastores y a la corresponsabilidad de todos los fieles, y a un desarrollo de la sinodalidad.
Así, la sinodalidad significaría una desclericalización que deje espacio para el protagonismo de todos los bautizados. A ello parece que nos orienta el Espíritu desde la dinámica interna de la vida de la Iglesia y desde los signos de los tiempos. Hoy resulta muy difícil justificar y mantener a los laicos en una actitud de masa fiel y de no participación en la marcha de la Iglesia, y más en un contexto y en una dinámica social en que se ha remplazado el ser «súbdito» por el ser «ciudadano».
Una forma de ser Iglesia y de vivir la eclesialidad que debe suponer, entre otras cuestiones, un proceso decidido de desclericalización, del que ya hemos hablado en alguna otra «mirada de fe» y en el que insiste el Papa Francisco reiteradamente, pero que, en la práctica, no termina de tener nunca final. Una desclericalización que supone superar un estilo de vida y un ejercicio del ministerio imbuido de poder sacral para optar por un ejercicio del ministerio más apostólico y pastoral; y, de otra parte, debe llevar a que los fieles, especialmente los más cercanos, no se contagien de ese espíritu clerical y mucho menos lo copien a la hora de situarse y relacionarse con el mundo y en el mundo.
Aun así, la formación de los agentes de pastoral, especialmente de los ministros ordenados, que ha recibido un impulso con las numerosas intervenciones públicas del Papa Francisco, parece que no termina de superar una formación segregada y al margen del pueblo de Dios y de las necesidades del momento actual. No en vano, el Papa Francisco en sus intervenciones advierte a todos aquellos que han asumido de forma estable funciones que son esenciales para la vida misma de la Iglesia, sean ministros ordenados o agentes de pastoral, que no olviden de dónde vienen, de cuáles son sus raíces, pues a todos nos sacaron de detrás del rebaño.
Jesús García Aiz
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