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La racionalidad no es solamente el ejercicio de la razón, la capacidad argumentativa; es además el dominio de la coherencia, la posibilidad de objetividad, la elaboración de conclusiones y, sobre todo, el acuerdo que subyace entre contrarios: el de la contextualidad de los acuerdos. O si es más claro: el punto de inflexión en el que coinciden el que sabe que ha robado algo y el que afirma que lo ha hecho (por referir la candente actualidad de la corrupción la económica y la del abuso de poder).
Sólo la sociedad democrática, circunscrita al atlántico norte, es la propicia para el ejercicio de la razón libre de dominio. Y aquí viene la gravedad del asunto con esta pregunta -> Cómo es posible que en un país de garantías constitucionales, libertades públicas, órganos representativos y justicia institucionalizada pueda darse la corrupción en versión de forma de vida. ¿Cómo asumir la contradicción entre libertad y delito? Lo más racional es que no hubiera conflicto, y sí que lo hubiera en países donde no hay democracia; como así sucede.
En definitiva, es una acción prioritaria tanto moral, como legal y política- la de impedir la pérdida de la racionalidad, garante de la tolerancia y la libertad; porque de lo contrario estaríamos abocados a ingresar en la barbarie con rostro humano, o en una especie de hoguera de las vanidades en la que arde el pasado para participar en el gran baile de la grotesca cotidianidad como ha sucedido en el caso Malaya, por ejemplo.
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