EL COLOR DE LO COTIDIANO (una receta moralista contra el pesimismo)

Nos guste o no, lo cotidiano es lo que más nos importa. Soportamos la cotidianidad porque sin ella seríamos muy poco. Y no es eso que se dice cuando se habla de no tener nada que hacer. No habría hacer de cualquier tipo si no hubiera habitualidad, que no es otra cosa que reconocernos como seres que administramos nuestro tiempo con cualquier cosa. Sin ese hábito incondicional nos veríamos abocados al suicidio más que al fracaso. Porque el fracaso es algo que ponen los otros y que nosotros aceptamos como culpa o pérdida, como un camino truncado. Sin embargo pensando cómo, de qué manera nos mostramos en el mundo, ganamos mucho más de lo que creemos de cara a sobreponernos al fracaso. No hay culpa, la culpa es nuestro propio invento que, por otra parte, necesitamos –aunque no la haya- para convivir, esto es, seguir viviendo.
Y de eso se trata, de vivir, de vivir tejiendo la trama de nuestra propia biografía, que de nada vale si los demás no la comparten. Se trata de vivir, y nada mejor que vivir que aprovechando lo cotidiano, lo que nos hace poder seguir siendo un poco más de agregado que lo inmediato anterior. Saber encontrarle el color a lo cotidiano no es una labor fácil, porque generalmente nos encontramos alienados, ajenos, externos a la intersubjetividad constructiva, un flujo que nos hace vivir lo cotidiano sin aislarnos. Porque, claro, la alienación es, por definición, inconsciente, es un estado contra-cotidiano, si es que sabemos aprovechar la cotidianidad para crecer ante lo por venir. De este modo eso que llaman ‘nuestra conciencia’ estaría ocupado y no vacío.
Aprovechemos lo cotidiano porque es ahí donde está el sentido mismo de nuestra existencia y libertad, tanto en cuanto damos a la cotidianidad el color que queremos, nuestra marca.

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