FELIPE II

Aquéllos carteles electorales del PSOE del ’79 y sobre todo los del ’92 (‘Por el cambio’ ¿os acordáis?) hechos por José Ramón, ilustrador lanzado por El País –así empezaba esa empatía que se ha conservado hasta nuestros días- eran un estímulo para los sentidos: aparecían en ellos prados, ciudades y fábricas con gente paseando, en familia, en un ambiente naif, pero hechos para la gente que deseaba olvidar cuanto antes el negro túnel de Franco, la violencia y el miedo, y aspiraba a la tranquilidad, el progreso económico y cultural, aspiraba y deseaba una realidad pintada como la de los cartelitos. Junto a ellos, otros con la faz de González mirando, no oteando, el horizonte, mejor, el infinito, con los ojillos entornados y el cuello ligeramente inclinado, como si ya estuviera instalado entre nosotros, incrustado en nuestro espacio, esos jardines, esas fábricas y esos campos idílicos. La gente picó y le dio al sevillano todo el poder: los ‘sosialistas’ se hincharon, se pusieron tibios y después tiraron todo por la ventana y nos dejaron en pelotas.

Ahora hay la misma confusión que la de la salida del túnel de Franco, pero ya nadie se traga los paisajes bucólicos e industriales, ya nadie pica de nuevo, aunque sí que desea un profeta que ilumine el camino para ir detrás de él. No como caudillo, ni como embaucador, sino como algo más en consonancia con los tiempos: como tecnócrata-humanista-moralizador, que sin romper el pasado, lo limpie y le dé esplendor, todo al viejo y nuevo estilo a la vez del liberalismo ultramarino. Y es por eso que aparece, como por arte de magia, aunque preparado a conciencia por el capitalismo ilustrado, ya no el depravado, la efigie de Albert, ahora con su partenaire Inés, figuritas de porcelana que como ellas son entrañables –tan jóvenes y modositos, da gusto verlos-, ofertando al personal lo que no es y está por venir con ellos dos: no es ya el cambio, sino la transfiguración del Tabor, pasando el catalán de ser el noi Albert al hombre-lider-nacional-español FelipeII, heredero de aquel otro sevillano de funesto y aciago recuerdo.

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