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No le fue nada bien a Felipe IV con los catalanes en el siglo XVII, tampoco los catalanes estuvieron todo el tiempo tirando cohetes; no pudieron considerarse en todo momento independientes aunque sí que proclamaron la república catalana (1640). Duró poco, porque el ejército real invasor y beligerante hizo que Cataluña pasara a manos de Luís XIII, rey de Francia, como principado. El caso se convirtió en un desastre continuo hasta la firma de la Paz de los Pirineos (1659) entre Luís XIII y Felipe IV que pierde territorios en Rosellón y Cerdaña, antes pertenecientes a Cataluña. No le fue bien a Felipe IV y no tiene por qué que irle bien ahora a Felipe VI, aunque este de ahora sea un Borbón y aquel fuera un Austria.
Ahora no se repite la Historia de la misma manera, pero el problema es el mismo, el de la secesión. Tampoco Rajoy es el conde-duque de Olivares, ni ahora estamos en guerra con medio mundo, pero la postura del gallego es como la del otro: la del guardián de la finca, el que tiene las llaves; y ya puedes estar hablando (Pablo Iglesias) todo lo que quieras, que él va a seguir apostado en los principios esenciales que él mismo cree que son y, desde ahí, desde ese anclaje, defenderá, a capa y espada, la unidad de España –no importa lo que entienda él por ‘unidad’, lo que importa, por lo que se ve, es que prefiere vivir con el descontento a cuestas que compartirlo, incluyendo al adversario.
La exclusividad del gobierno –Margallo habla de ‘emergencia nacional’- lleva al resto de la ciudadanía no catalana a tener que aguantar la falta de diálogo porque éste ha sido sustituido por el mundo de las esencias, por un apriorismo que dice -> la unidad es lo que no es pluralidad. Este burro es de los que no permiten bajarse de él aunque el dueño quiera. Y así nos va. Nos va de manera que todo este batiburrillo de cosas nos puede estallar en las manos al menor descuido porque se trata de un irracionalismo repartido en dos esencias: la del nacionalismo español y la del nacionalismo catalán.
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