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Opinión - Jesús García Aiz
La Mirada de la Fe - 21/04/2019

DEL PECADO AL PERDÓN: EL PERDÓN QUE NOS LIBERA

Naturalmente, ni el perdón de Dios ni el perdón de las posibles víctimas eximen al pecador de reparar, en la medida que sea posible, el daño producido; y esto no solo porque lo exija la justicia, sino porque necesita hacerlo él mismo para que cicatricen sus heridas

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DEL PECADO AL PERDÓN: EL PERDÓN QUE NOS LIBERA


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Si el «pecado» es un concepto religioso es porque implica también a Dios. Al pecar hacemos sufrir a Dios; pero no porque le ofendamos directamente a Él, sino porque nos hacemos daño unos a otros, o bien a nosotros mismos. Decía santo Tomás de Aquino que «no recibe Dios ofensa de nosotros sino por obrar nosotros contra nuestro bien». No obstante, tenemos razones para mantener la esperanza sobre el pecado, porque la buena noticia es que ninguno de nosotros debe cargar eternamente con sus pecados.

Lo que acabamos de decir es importante para no interpretar equivocadamente la mirada que nos dirige Dios cuando pecamos. No es la mirada iracunda de un Dios implacable que nos persigue vayamos donde vayamos por haberle ofendido. Nada tendría mayor capacidad que una mirada semejante para desarrollar en nosotros un sentimiento morboso de culpa, como por ejemplo ponen de manifiesto la filosofía de J. P. Sartre y ciertas neurosis religiosas bastante obsesivas.

No, la mirada que nos dirige Dios cuando pecamos se parece más bien a la mirada dolorida de una madre hacia el hijo que va por mal camino. El Dios de Jesús es un padre maternal, siempre dispuesto a la comprensión y a la ayuda, que hagamos lo que hagamos nos recibirá con los brazos abiertos, como podemos ver en la preciosa parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-24) y que recientemente escuchamos el pasado IV Domingo de Cuaresma, también llamado Laetare (alegría).

Naturalmente, ni el perdón de Dios ni el perdón de las posibles víctimas eximen al pecador de reparar, en la medida que sea posible, el daño producido; y esto no solo porque lo exija la justicia, sino porque necesita hacerlo él mismo para que cicatricen sus heridas. El pecador desea ser perdonado, sin duda, pero no le gustaría que le dijesen que sus pecados carecen de importancia.

El filósofo suizo H. F. Amiel, en su famoso «Diario íntimo», preguntaba: «¿qué servicio ha prestado, en suma, el cristianismo a la humanidad? La predicación de una buena nueva. ¿Qué nueva? El perdón de los pecados». Y, en efecto, no exageraba porque quien nos permite nacer de nuevo no es la naturaleza humana, sino la gracia divina. Así pues, el pecador abrumado por el peso de la culpa, cuando es perdonado, experimenta gozoso que Dios ya no le identifica con su pasado. Y poder vivir sin ese pasado, liberarse de sus hipotecas, equivale en cierto modo a recuperar la inocencia perdida.

Aún estamos a tiempo, en ciernes de Semana Santa, a dejarnos reconciliar por Dios. Se trata de un renacimiento, es decir, un nacer de nuevo, que no es otra cosa que experimentar el perdón de Dios, su gracia y verdad en nosotros, sentir el perdón que nos libera.



Jesús García Aiz




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