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Por tres veces anunció Jesucristo la pasión a sus discípulos. Ante estos anuncios, Pedro respondió rechazando la posibilidad de la cruz e intentando que Jesús abandonase su camino. Los hermanos Zebedeos, Santiago y Juan, imbuidos de una mentalidad profundamente mundana, solo se preocuparon por intentar ocupar los lugares más importantes y donde más honores recibieran. Ante estas posturas, Jesucristo enseñó a sus discípulos la importancia esencial de abrazar la cruz con actitud de servicio en favor de toda la humanidad.
En este contexto se enmarca el evangelio de este domingo. Es un nuevo milagro de Jesús, donde vuelve a sanar a un ciego. Pero hay una serie de matices que hacen de este signo un acontecimiento especial. En primer lugar, se produce en Jericó, donde comienza la última etapa que llevará a Jesús a la pasión y a la cruz, por lo que este milagro está vinculado estrechamente con el dolor y el sufrimiento y es una nueva enseñanza, sin palabras, de Jesús sobre esta experiencia tan sumamente humana. En segundo lugar, a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de las ocasiones en el evangelio de san Marcos, Jesús no manda guardar silencio a quien ha recibido el milagro. Al contrario, es una acontecimiento público y el que ha sido curado es invitado a unirse al grupo de los que siguen a Jesús. No es que Jesús haya cambiado de opinión y ahora busque el aplauso y el reconocimiento. Todo lo contrario. Se trata de que ahora es el momento de la cruz, donde no hay posibilidad de malinterpretar su mesianismo y donde todos los que quieran «ver», podrán ver verdaderamente a Dios. Eso sí, soportando la mayor injusticia y dolor que la humanidad haya conocido.
De esta manera, en este fragmento del evangelio, Jesús responde a una de las cuestiones más cruciales que se presentan en la vida del cristiano: ¿cómo ver a Dios cuando el dolor se ha hecho presente en mi vida? Cristo enseña que no hay que buscar a Dios fuera del dolor, como si fuera un ancla al cual agarrarse para poder salir de dicha situación. A Dios hay que buscarlo compartiendo el mismo dolor que experimenta uno mismo. Pero para poder verlo es necesario abrirse a la luz que Él nos da. En otras palabras, para poder ver a Dios dentro del sufrimiento, es necesario avivar la luz de la fe que se recibió en el bautismo y para ello es esencial «limpiar» los ojos del corazón con las luces de la Palabra de Dios y la Eucaristía. Solo cuando se logra ver a Dios en el dolor, este sufrimiento adquiere sentido, se puede integrar en la propia vida y adquiere un valor redentor, tanto para quien lo experimenta como para toda la humanidad.
Victoriano Montoya Villegas
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