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Siempre, el vértigo me ha acompañado. Un vacío del consciente - a veces inconsciente, - que no puedes dominar. No soporto las alturas que me da la sensación que el Ministerio de Transportes es honrado con nosotros. Me suda las manos; mis ojos se agravan en una tonalidad vidriosa y no me atrevo a mirar precipicios que aparecen en mis laterales conduciendo.
Cuando me tocaba la Autopista, Niza-Veintimiglia-Génova, sus 174 kilómetros, era como gestionando si yo merezco algo así porque no he entendido las indirectas de mis jefes durante tres años pidiéndome que abandonara, diera vida a un pino o me dedicara a escribir asentando mi descrédito, y yo, haciéndome el loco porque me gusta la ruta muy concienzuda que es mi vida. Sitios desconocidos y maldiciendo por qué mi saturado castellano no lo entienden en otros países donde nos da explicaciones y no nos hemos diplomado en nada para entenderlo. ¡La culpa es de ellos…!
Ese vértigo, a veces implicaba que, al bajarme del estribo, lo considerara como un deporte de alto riesgo. Vivía en un primer piso y el balcón ya me parecía escalar la torre de Abu-Dhabi. No había forma de aislarme de tal sufrimiento que parecía que iba levitando sobre el asfalto; ni meter y saturar en mi cabeza la imagen de Ana Obregón en bañador haciendo su posado en alguna playa para aislarme de tan enfermiza condición propia que parece que el mundo gira a tu alrededor con mareos intermitentes, indeterminados, y elucubraciones pseudo-irracionales.
En esta ocasión, una carga de lechugas de Pulpí (Almería) para Estocolmo y posterior retorno en Trondheim (Noruega) para Getafe. En mi dossier confeccionado por la empresa, ya sabían de mi temor a las alturas y que, debido a sus fracasos de indirectas, me hicieron coger el puente de Örensud con cincuenta y siete metros de altura y una distancia de 16 kilómetros que une Suecia con Dinamarca. Yo, solía mandar mensaje para aligerar costes y después llamarles para a ver si lo habían recibido detalle en que mis jefes solían en reclamar con ciertas exigencias al Mentalista del Grupo para ver en qué estado febril me encontraba. Les imploré y hasta exigir que porqué no hacia el retorno en carretera y me contestaron que están seguro que en esa carretera si se encontraba algún que otro desfiladero y curvas extremas.
El peaje del puente Örensund, es carísimo…, como si una columna de él, tuviera yo que amortizarla con mi paso por ella. Barcos de recreo, yates, petroleros, mercantes, navegando por debajo de ti. Un avión que aterrizaba deseando que nadie de los pasajeros le diera por defecar en ese momento. Yo, por el centro y los coches pitándome. El sudor añadido a la angustia, hasta que me metieron en un túnel y de nuevo, al salir de él, el vacío, donde mi serrano cuerpo empezó a temblar y todas las ideas del bikini de la Obregón se fueron al traste. Salí del laberinto y paré en Friedehaven; bajé del estribo que ya no me parecía un riesgo a asumir después de mi odisea e hice acopio de la respiración perdida y contenida en el dichoso puente que mis pulmones agradeció. Aun, hoy en día, tengo hasta sumo cuidado con los bordillos de las aceras y sus saltos. ¡Nunca más! (*)
(Si algunos de vosotros, colegas, habéis pasado por ahí, me gustaría saber -con vértigo o sin el -vuestra sensación del “honorable puente” donde un despiste te mete en el tobogán de una piscina de cualquier transatlántico que pase por el mar Báltico)
J.M.
*Léase ¡¡¡Nunca más!!!
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