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Para el pensamiento de izquierda, la verdad es un aval discursivo (afirmación ésta última de James en “Pragmatismo”), sirve para vivir y para ser compartida; para la derecha es una vivencia explicativa, sirve para vivir a su costa y transformarla en éxito o conquista personal. Permitiéndome un símil: para la izquierda la verdad es como el machete que abre paso en la espesura de la jungla, gracias a él podemos avanzar; para la derecha la verdad es lo que el machete consigue como resultado/apropiación.
La izquierda intercomunica las creencias entre sus sujetos, mientras que la derecha privatiza canónicamente la verdad y la considera un logro tras el cual pervive la norma, y con ella, el premio o el castigo (ya sea en las relaciones humanas, en la religión o en la política y el derecho). No puede ontologizarse (hacerse cosa) la verdad, pero el pensamiento de la derecha no sólo lo cree sino que le sirve para consolidar la auctoritas (del Estado, el Papa y los reyes). Lo asume como costumbre.
Muchos de los conflictos de interpretación que surgen en nuestras conversaciones se deben a que sacralizamos la verdad, como hace el pensamiento dogmático, cuando en realidad la verdad se va construyendo a medida que la vida conversacional se desarrolla, esto es, nuestra manera de ser se desarrolla.
Creer que la verdad está terminada y es para siempre, independiente de los contextos en los que se produce, es como afirmar que hay fuera del mundo de las cosas seres que nos dirigen: es como el estado psicótico de los creyentes, cuando afirman que ven y conversan con Dios; cuando en realidad lo que les pasa es que están alucinando (dice Rorty en “Una ética para laicos”, por ejemplo).
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