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Cuando veo a la vicepresidenta del gobierno hablar, con esa boca ahuevada, del avance como país que es España, situado a la cabeza de Europa como ejemplo de reducción del déficit y como realidad que se ha impuesto a la que hubo hace cuatro años, cuando sufro esos cataplasmas, es tal la mirada que recibe la pantalla que empieza ha echar humo la tele por detrás (y no es cosa de llamar al técnico y palmarla, sólo faltaría).
Qué poca vergüenza hay que tener para hablar de esa manera cuando el 50% de la población está inmersa en la pobreza o en el umbral de ella. Y es que están tan acostumbrados a echarle cara a la vida que parece ser que sólo gobiernan para esa mitad que todavía sale de puente y compra en las boutiques. Lo mejor sería que se callaran porque de lo que se trata no es de una caridad cristiana o de una solidaridad llevada por ONGs, sino de un problema político grave.
Parece que se piensa, por parte de esa derecha irreductible que sostiene al Gobierno, que la gente pobre ya se ha acostumbrado a vivir así, que no hay problema, mientras haya mantas y cajas de comida. Qué poca vergüenza tener que gobernar como si no pasara nada, y que esta democracia capitalista no haya tenido en cuenta que una cosa es la explotación y otra la expropiación de los derechos (no esos de la ONU, que funcionan como si fueran la última palabra, es decir, que no funcionan), sino los derechos que ruborizan cuando faltan.
No hay más que ver la cara que tiene la ministra de Trabajo, por ejemplo, para hacerse una idea de por dónde van las cosas. Una vergüenza.
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