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Es una pena que siendo tan apuesto, es incuestionable lo guapo y lo alto que es, el Borbón no tenga un discurso magnético –que es lo mínimo que podría exigírsele- y sí una especie de estructura etérea desde la que va y viene sacando tópicos y, por qué no decirlo, incoherencias, que reparte sin reparo a los que compusimos el sufriente, y sangrante, auditorio. Es más, el mismo escenario lo sumió más, si cabe, en la oquedad de su condición y de su traición histórica, esto es, dinástica, enseñándonos el mobiliario palaciego tan desajustado con los tiempos que corren, en vez de, por ejemplo, haber estado sentado en la terraza de un parque público tomándose una cerveza o una cola; porque no hay que olvidar que hay una gran cantidad de españoles, millones, que tiene una cultura y una tradición republicana.
Claro, porque muchos de nosotros, entre los que me encuentro, asumimos, porque no hay otra, su Jefatura de Estado, pero no así su realeza; y no es que estemos esperando un referéndum –al sentido común no se le gana con referéndum- sino, simplemente, que no nos entra, no nos cabe en la cabeza una monarquía sin haber restablecido aquélla legalidad de la República que fue extirpada a cañonazos por militares golpistas. Hay que tener en cuenta todo esto antes de maquillarse y de encender los focos y de poner los pascueros y las bolas entre las cornucopias, espejos, cuadros, tapices, cortinas y consolas.
Felipe VI no habló para los que pasan frío por no tener ropa de cama adecuada o no poder pagar tanta electricidad, por ejemplo, o para los que no tienen dinero ni en la cartilla ni en los bolsillos y se pasean mirando escaparates buscando lo más barato para poder hacer regalos de Navidad, o los que están fuera de España por necesidad, o los que están en paro, viviendo de los padres y ahorrando hasta en el tabaco. Que no, que no nos representa un rey que se va por las ramas y que se despide con una sonrisa, que yo interpreté de manera mosqueante.
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