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El desarrollo científico y tecnológico no está reñido con la apertura a Dios y al Evangelio. Son muchos los científicos que al mismo tiempo que consagran su vida a la investigación, rezan a Dios con todo su corazón, pues son profundamente creyentes.
No obstante, todavía, por ejemplo, se enseña en nuestros colegios que la evolución del ser humano a partir de formas de vida no humanas, está en contraposición con lo que afirma la fe de la Iglesia. Tal planteamiento es totalmente erróneo e ignora, culpablemente, la verdadera posición de la fe cristiana ante el conocimiento científico.
El cristianismo está abierto a la verdad, venga de donde venga. Lo único que no acepta la fe cristiana es que el progreso y el desarrollo no vayan acompañados de un crecimiento de la conciencia que responda a la dignidad de la vida humana y de toda forma de vida.
En las técnicas de manipulación genética y experimentación con embriones humanos, la Iglesia descubre un potencial destructivo que amenaza el propio destino del hombre en cuanto ser humano. Estas prácticas indican claramente que el progreso científico no basta para asegurar el auténtico progreso cultural. Si este progreso no se acompaña de un crecimiento de la conciencia ética, conduce a una verdadera regresión moral. La eliminación de la presencia de Dios en la vida ha conducido al hombre moderno a la renuncia de la búsqueda de la verdad. Puesto que considera que sólo es verdadero aquello que él descubre, llega a la conclusión de que él mismo puede construir su propia verdad. Esto implica, finalmente, que nada es realmente verdadero y que todo está permitido.
Por otro lado, las grandes orientaciones del pensamiento y de la acción se manifiestan en la vida cotidiana de los hombres. Esta vida humana está profundamente marcada por la convivencia social de proximidad.
Sin embargo, desde Rousseau para quien vivir solo era el paraíso del hombre de bien, una serie de divorcios han acontecido en las relaciones humanas más elementales, hasta proferir con Sartre que el infierno son los otros.
Así, el hombre contemporáneo aparece como hombre solitario, desraizado de su familia y desvinculado de los otros seres humanos. Las consecuencias de esta práctica de ruptura de compromisos son la soledad espiritual, la pérdida del sentido, la ruptura de la memoria viva para las nuevas generaciones y la incapacidad para pensar el futuro.
En este período de rupturas, la fe cristiana proclama que el primer derecho de todo ser humano es el derecho elemental a vivir. Así la Iglesia, en esta perspectiva, afirma el papel irreemplazable de la familia en la transmisión de la vida, se opone al imperialismo cultural del aborto y levanta su voz contra la opresión y explotación de los más débiles.
Jesús García Aiz
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