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En español existen palabras homónimas. La homonimia es la cualidad de dos palabras, de distinto origen y significado por evolución histórica, que tienen la misma grafía y pronunciación pero cuyo significado es diferente. Un ejemplo claro es la palabra «vela», que puede significar el cilindro de cera que sirve para alumbrar, la tela que recoge el viento e impulsa el barco o la acción de velar. Esta homonimia se da también, en el contexto cristiano, con la palabra «bautismo». Para nosotros, es la acción por la que una persona, generalmente de poca edad, recibe las aguas bautismales, momento en el que es borrado el pecado original y es hecho hijo de Dios y miembro de la Iglesia.
Y este uso habitual lo aplicamos también cuando oímos la expresión «bautismo de Jesús», aunque en realidad nada tiene que ver.
En su bautismo, Jesús no recibió ninguna de las gracias que otorga el bautismo cristiano, puesto que no las necesitaba. Él no tenía pecado, es Hijo de Dios desde la eternidad y la Iglesia será su fundación y permanecerá como su Cabeza para siempre. Así pues, el bautismo de Jesús fue una realidad distinta a la que los cristianos hemos recibido.
El relato del evangelio de san Marcos que hoy escuchamos está caracterizado no tanto por el momento en que Jesús se sumerge en las aguas del Jordán, sino por la manifestación de Dios que sucede a continuación. En ella, Jesucristo comprende la manera concreta en que debe llevar a cabo su misión de enviado de Dios. Lejos de las grandezas mesiánicas esperadas por gran parte de sus compatriotas judíos, Jesús deberá vivir su misión a la manera del Siervo de Yahvé. En humildad y entrega. Sin triunfos ni aplausos, llegando incluso a entregar la propia vida.
La disponibilidad de Cristo a cumplir la voluntad del Padre se presenta en este episodio del bautismo en el Jordán como la primera enseñanza que Jesús ofrece a los que a lo largo de la historia nos llamaremos sus discípulos. La humildad con la que comparte el puesto de los que eran considerados «últimos», es una llamada a no caer en la tentación de la soberbia, sino a vivir con sencillez todos aquellos dones que Dios nos ha dado. La confianza que manifiesta al cumplir en todo la voluntad del Padre Dios, nos invita a poner nuestra esperanza en el amor que Dios nos tiene, más que en nuestras propias capacidades o haberes.
El bautismo fue para Jesús el momento de dejar la tranquilidad y la vida oculta de Nazaret. Es posible que al contemplar a Jesús viviendo hasta el extremo la verdad de la realidad humana, los cristianos podamos decidirnos a vivir según el plan que Dios tiene para nosotros.
Victoriano Montoya Villegas
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