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El evangelio nos sitúa en el mismo escenario que el domingo anterior. Nazaret es presentada como tierra de rechazo. Ambos protagonistas, Jeremías y Jesús aparecen envueltos en un clima de hostilidad. No eran tiempos fáciles para transmitir la misión encomendada, pero cuándo es sencillo llevar a los hombres el eco de la divinidad. El profeta tuvo que desarrollar su misión en un momento extraordinariamente dramático. Fue testigo de la caída del reino de Judá. Como suele acontecer, la decadencia conoce distintas latitudes.
Unido a la debacle política y nacional se multiplicó la degradación moral y religiosa. El profeta planteó al pueblo las consecuencias del camino emprendido y luchó infatigablemente contra los poderosos de Israel. Conoció la intimidad con Dios a la par que el abandono y la persecución de sus paisanos. Su fuerza descansará en el compromiso de Dios: “yo estoy contigo para librarte (v.19). La tarea de Jeremías recala en una Iglesia que es, en su naturaleza más profunda, ampliamente profética.
El profetismo no es una predicción del futuro, sino lectura honda del presente. Al ser una Iglesia que ya no se encuentra en posición privilegiada en medio de la sociedad, volvemos a disponer de la posibilidad de lanzar una propuesta más libre y un testimonio más convincente. Podemos así, cuestionar aquellas realidades que esconden urgentes llamadas al individualismo, la comodidad y la falsa seguridad que nos invita a alejarnos de los demás y de su sufrimiento.
El cristianismo debe seguir manifestando su capacidad de humanización del hombre, camino de la verdadera divinización. Sin embargo, esta actuación puede que no atraiga la indulgencia esperada. Jesús recibió de sus contemporáneos y de todas las instituciones, extraordinarios niveles de agresividad, que cristalizaron en una cruz que incesantemente sigue destilando palabras peligrosas: amor, perdón, misericordia…esperanza. No deja Dios de enviar profetas en medio del mundo. Quien renace en el Bautismo, recibe el don de ser profeta. Dios no quiere que el mundo olvide el inmenso amor que nos tiene. Dios es fiel a su primer mandamiento: amar a cada ser humano sobre todas las cosas.
Ramón Carlos Rodríguez García
Rector del Seminario
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